Sobre el Teatro y el tiempo, en todo su sentido, por Mauricio Kartun
Artes del tiempo
Está terminando una de nuestras funciones de Terrenal en el Teatro del Pueblo. Una escena tensa. El actor pone todo en un monólogo que resume ahí cada una de las energías del relato. El público está tomado. El viejo ritual de siglos ocurre otra vez. De pronto en la platea, como un cuchillazo, suena largo un celular. El actor se desconcierta. Intenta seguir pero no puede. Entonces enfrenta al auditorio. Ya no es el personaje. Va a proscenio y encara a ese espectador. Está perturbado. Reprocha. Vuelve. Intenta seguir con lo suyo pero ya nada es igual.
Los celulares en el teatro parecerían el tópico anecdótico de nuestras últimas décadas. Un incordio más, como fueron los sombreros o los peinetones. Un fastidio, como ese eterno papelito de los caramelos. Un problemita, piensan los espectadores. No soy desmesurado ni catastrófico, pero estoy convencido de que acontece allí algo mucho más trascendente: un hecho bélico. Real y simbólico. No lo parece, pero pocas causas tienen hoy tanta vigencia. No soy neutral, ojo conmigo. Peleo en uno de los bandos.
A ver. Los tiempos del ser humano fueron durante cientos de miles de años los de la tierra. Su velocidad, la odológica, la de los pasos. Su acceso al conocimiento, el de la experiencia, con toda la larga paciencia que eso requiere. Si los cuerpos y los cerebros son siempre funcionales a las geografías, a los espacios, ¿cómo no lo serían también a los tiempos? Tenemos cerebros configurados a los ritmos de la tierra. Tiempos nativos. Pero en el último siglo, de un día para el otro el hombre empezó su vertiginoso éxodo aéreo. Remontó su cuerpo primero en un globo; su voz y sus imágenes con una antena después. Y desde hace un par de décadas, con internet, ya planea sin necesidad de volver a aterrizar. Un auténtico y literal destierro. La vida se vive en el aire. El tiempo que alguna vez fue una montaña se fragmenta, se erosiona, se hace arena, polvo. Y vuela. La geografía ya no es obstáculo. El tipo se encuentra de pronto con tiempos aéreos y ni sabe pilotear. Pero en su sed eterna quiere ir cada día más rápido. No soporta una página que tarda unos segundos en cargar y abre entre tanto otra solapa y otra. Toda velocidad será lenta. Su ambición secreta es que el tiempo dé la vuelta. Que la página cargue alguna vez antes mismo de que él lo quiera. Ese es su contrasentido más angustiante, la paradoja trágica: más rápido y nunca alcanza. Puede hacer ahora en una hora lo que antes llevaba una vida. Y no le alcanza. En la ilusión ingenua de que eso lo hará más feliz fragmenta, pero el tiempo es uno solo y se termina complaciendo entonces con más experiencias de infinita menor intensidad y duración. Ese choque contra el nuevo tiempo etéreo tras siglos de pertenecer al viejo tiempo material es el gran drama que les toca a nuestros cuerpos hoy.
Leo en El aroma del tiempo, de Byung-Chul Han, un libro precioso: “Quien intenta vivir con más rapidez también termina muriendo más rápido”.
No hay otra: la carrera de la velocidad del siglo XXI sólo la puede ganar la parsimonia. Es sencillo: frente al vértigo de esa velocidad menos cero no hay más allá. Sólo anhelo. Sólo recupera (re) mos equilibrio con el regreso inteligente al tiempo manual. Al nuestro. Al paso. Aunque sea por unas horas al día. Todas las que se pueda. Ahí nos volvemos a entender a nosotros mismos. Ahí nos repatriamos. Real y simbólicamente. Cada vez más gente lo entiende. Y vuelve. Soy jardinero, disfruto de otra dimensión del tiempo. Plantar hoy una semilla y observar ese movimiento imperceptible que en unos años dará esa flor que hoy ya estoy esperando. Y deleitarme con esa cámara lenta. Cada vez que el mareo de la aceleración me amenaza, meto las manos en la tierra. Infalible. La jardinería cobra hoy de pronto una metafísica que antes ni se imaginaba. Dice y hace otra cosa. Soy dramaturgo y director. Escribo durante un año un texto que no sé si terminaré, y si me sale me encierro durante otro a dirigirlo. Por el gusto de hacerlo y con el sueño de ver la flor. Y el espectador que viene luego entra al templito choto nuestro, se sienta y contempla.
También el teatro tiene hoy una nueva metafísica. También él dice y hace hoy otra cosa. Y gracias a eso encontró de chiripa el secreto de su supervivencia. Y de su eternidad, apuesto. Restituye.
El teatro es humus de la cultura. Una masa de ese polvo volátil del tiempo contemporáneo, pero húmedo, sólido y fecundo. Y su flor –el espectáculo–, tan fugaz y delicado como ella, arte del tiempo.
Volver al jardín a equilibrarse. Volver al teatro.
El placer es materia lenta. Ir a ver teatro es aceptar y disfrutar los tiempos de un tiempo inalterable. Sin fast forward. Sin cambio del punto de vista. Sin edición. Y al no poder ser más que eso nadie puede pedirle más que lo suyo: que en su estrechez absoluta produzca el milagro: te tome, te con-mueva y te transforme. Y si lo consigue ahí está su prodigio. Su poder de tiempo nativo.
Hablo por supuesto del buen teatro. Al malo no lo salva ni el milagro. Se apagan las luces de la sala y quedan siempre en las butacas unos relumbrones ansiosos. Pantallas que se resisten a resignar el último mensajito. Dando su batalla al tiempo. Se enciende el escenario. Contraataque.
Tras siglos de ofrecer sus escenarios para representar los dramas del hombre, hoy lo representa además en la platea.
Volver al teatro…
Los celulares en el teatro parecerían el tópico anecdótico de nuestras últimas décadas. Un incordio más, como fueron los sombreros o los peinetones. Un fastidio, como ese eterno papelito de los caramelos. Un problemita, piensan los espectadores. No soy desmesurado ni catastrófico, pero estoy convencido de que acontece allí algo mucho más trascendente: un hecho bélico. Real y simbólico. No lo parece, pero pocas causas tienen hoy tanta vigencia. No soy neutral, ojo conmigo. Peleo en uno de los bandos.
A ver. Los tiempos del ser humano fueron durante cientos de miles de años los de la tierra. Su velocidad, la odológica, la de los pasos. Su acceso al conocimiento, el de la experiencia, con toda la larga paciencia que eso requiere. Si los cuerpos y los cerebros son siempre funcionales a las geografías, a los espacios, ¿cómo no lo serían también a los tiempos? Tenemos cerebros configurados a los ritmos de la tierra. Tiempos nativos. Pero en el último siglo, de un día para el otro el hombre empezó su vertiginoso éxodo aéreo. Remontó su cuerpo primero en un globo; su voz y sus imágenes con una antena después. Y desde hace un par de décadas, con internet, ya planea sin necesidad de volver a aterrizar. Un auténtico y literal destierro. La vida se vive en el aire. El tiempo que alguna vez fue una montaña se fragmenta, se erosiona, se hace arena, polvo. Y vuela. La geografía ya no es obstáculo. El tipo se encuentra de pronto con tiempos aéreos y ni sabe pilotear. Pero en su sed eterna quiere ir cada día más rápido. No soporta una página que tarda unos segundos en cargar y abre entre tanto otra solapa y otra. Toda velocidad será lenta. Su ambición secreta es que el tiempo dé la vuelta. Que la página cargue alguna vez antes mismo de que él lo quiera. Ese es su contrasentido más angustiante, la paradoja trágica: más rápido y nunca alcanza. Puede hacer ahora en una hora lo que antes llevaba una vida. Y no le alcanza. En la ilusión ingenua de que eso lo hará más feliz fragmenta, pero el tiempo es uno solo y se termina complaciendo entonces con más experiencias de infinita menor intensidad y duración. Ese choque contra el nuevo tiempo etéreo tras siglos de pertenecer al viejo tiempo material es el gran drama que les toca a nuestros cuerpos hoy.
Leo en El aroma del tiempo, de Byung-Chul Han, un libro precioso: “Quien intenta vivir con más rapidez también termina muriendo más rápido”.
No hay otra: la carrera de la velocidad del siglo XXI sólo la puede ganar la parsimonia. Es sencillo: frente al vértigo de esa velocidad menos cero no hay más allá. Sólo anhelo. Sólo recupera (re) mos equilibrio con el regreso inteligente al tiempo manual. Al nuestro. Al paso. Aunque sea por unas horas al día. Todas las que se pueda. Ahí nos volvemos a entender a nosotros mismos. Ahí nos repatriamos. Real y simbólicamente. Cada vez más gente lo entiende. Y vuelve. Soy jardinero, disfruto de otra dimensión del tiempo. Plantar hoy una semilla y observar ese movimiento imperceptible que en unos años dará esa flor que hoy ya estoy esperando. Y deleitarme con esa cámara lenta. Cada vez que el mareo de la aceleración me amenaza, meto las manos en la tierra. Infalible. La jardinería cobra hoy de pronto una metafísica que antes ni se imaginaba. Dice y hace otra cosa. Soy dramaturgo y director. Escribo durante un año un texto que no sé si terminaré, y si me sale me encierro durante otro a dirigirlo. Por el gusto de hacerlo y con el sueño de ver la flor. Y el espectador que viene luego entra al templito choto nuestro, se sienta y contempla.
También el teatro tiene hoy una nueva metafísica. También él dice y hace hoy otra cosa. Y gracias a eso encontró de chiripa el secreto de su supervivencia. Y de su eternidad, apuesto. Restituye.
El teatro es humus de la cultura. Una masa de ese polvo volátil del tiempo contemporáneo, pero húmedo, sólido y fecundo. Y su flor –el espectáculo–, tan fugaz y delicado como ella, arte del tiempo.
Volver al jardín a equilibrarse. Volver al teatro.
El placer es materia lenta. Ir a ver teatro es aceptar y disfrutar los tiempos de un tiempo inalterable. Sin fast forward. Sin cambio del punto de vista. Sin edición. Y al no poder ser más que eso nadie puede pedirle más que lo suyo: que en su estrechez absoluta produzca el milagro: te tome, te con-mueva y te transforme. Y si lo consigue ahí está su prodigio. Su poder de tiempo nativo.
Hablo por supuesto del buen teatro. Al malo no lo salva ni el milagro. Se apagan las luces de la sala y quedan siempre en las butacas unos relumbrones ansiosos. Pantallas que se resisten a resignar el último mensajito. Dando su batalla al tiempo. Se enciende el escenario. Contraataque.
Tras siglos de ofrecer sus escenarios para representar los dramas del hombre, hoy lo representa además en la platea.
Volver al teatro…
*Dramaturgo, director, gran premio de honor de Argentores, Premio Perfil a la Inteligencia. Categoría Humanidades y Aporte Cultural, entre otros en su larga trayectoria.
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